viernes, 23 de diciembre de 2011

HOMENAJE AUGUSTO QUINTANA

Un centro ejemplar

Martín Martínez recibió ayer un homenaje de manos del actual presidente del centro, Rafael García, por su labor desde hace más de una década.
Astorga no se entendería sin su pasado romano, los arrieros que dieron esplendor a su economía y un poso cultural único e irrepetible ya ha sabido mantenerse ya a lo largo de varias generaciones. La ciudad que llegó a tener hasta cuatro periódicos a la vez; una obra de Gaudí, aunque fuera contra viento y marea; o la ‘Escuela de Astorga’ que se estudia por la gran calidad literaria de sus integrantes… también ha sabido contar con un gran baúl donde dar cabida a todo aquello que tiene que ver con su historia y todo tipo de publicaciones: el Centro de Estudios Astorganos ‘Marcelo Macías’.
El centro, en honor a un ilustre sacerdote astorgano, fue creado por otro gran cura, Augusto Quintana, quien prácticamente dedicó su vida al estudio de Astorga y todas sus comarcas desde un lugar privilegiado como el Archivo del Obispado asturiciense.
“No tenía Astorga un recipiente adecuado para divulgar temas astorganos, estudios, documentos, libros... En el pasado hacían las veces, con las lógicas limitaciones de espacio y de destinatario, los periódicos trisemanales. Esta necesidad de dar salida desde aquí —sin tener que acudir a revistas foráneas— a la alta divulgación e investigación sobre temas locales la vino a cubrir la revista Astórica, del Centro de Estudios Astorganos “Marcelo Macías” que, dirigidos uno y otra por Augusto Quintana Prieto, ha ido dando a la estampa desde 1983, en que apareció su primer número, valiosas aportaciones al conocimiento de la historia de la ciudad, en sus más variadas facetas, de la mano de reconocidos especialistas”, escribió el desaparecido Carro Celada, una de esas voces literarias de una ciudad amante de la literatura.
Marcelo Macíasnació en Astorga en 1843 y murió en la ciudad de Orense en 1941. Anoche, en un acto celebrado en el Ayuntamiento de Astorga, Gregoria Cavero, profesora de Historia Medieval en la Universidad de León, inició una nueva etapa de la revista ‘Astórica’, que publica el centro ‘Marcelo Macías’, recogiendo eltestigo del periodistaMartín Martínez, que a su vez había mantenido la labor de su tío Augusto Quintana durante más de una década, desde la muerte de éste en el verano de 1996.
“Vamos a seguir con la trayectoria anterior, pero fortaleciendo la actividad cultural de Astorga, que es mucha”, señala Gregoria Cavero.
El centro, además de la revista ‘Astórica’, organiza todos los años una ronda literaria, en el mes de agosto, y publica varias obras relacionadas con la ciudad bimilenaria, en una colección que lleva por nombre ‘Fuenteencalada’ desde el año 1977. Gracias a su iniciativa han salido a la luz numerosos artículos sobre el pasado romano de Astorga, el Camino de Santiago, las aficionesliterarias de Leopoldo Panero o pequeños y grandes monumentos de la zona. Nunca con tan poco se ha podido hacer tanto

MÁS ALLA DEL OLVIDO


Centro de Estudios Astorganos. Astorga, 2007. 265 pp.


Más allá del olvido

Andrés Martínez Oria

He aquí -conviene dejarlo bien sentado desde el principio- una excelente muestra de literatura narrativa. Sería una lástima que el hecho de aparecer al margen de los grandes circuitos editoriales dificultara su difusión, porque Más allá del olvido se alza muy por encima de lo que, con premios o sin ellos, se acumula semana tras semana en los mostradores de novedades. Un espacio rural -la Maragatería leonesa- y una leve historia de extremada dureza -la vuelta de Egriseldo a su tierra tras purgar con ocho años de cárcel el asesinato de Antidio en 1972- le bastan al autor para componer una novela de insólita intensidad. Es preciso advertir que no se trata de una historia rural más, sino de un largo discurso evocador, fragmentado en secuencias, que reconstruye existencias paupérrimas y mortecinas, paisajes desolados y, a la vez, de rara belleza, impulsos primitivos refrenados, turbios horizontes vitales de una tierra hostil que parece condenada a la soledad y el abandono: “Cualquier destino era bueno con tal de huir de un secarral donde sólo medraban los cardos, los pajarracos y el pedregullo. Y las malas intenciones. Y los remordimientos” (p. 80). El recuerdo va y viene, se despega de la cronología estricta, cae en detalles o siembra el texto de alusiones premonitorias que anticipan la tragedia. La mirada vivifica las cosas, las humaniza mediante símiles e imágenes antropomórficas: “Había dejado de llover. Bajaba […] una masa densa de niebla que se abatía a traición sobre el brezal, se enredaba en las copas de los árboles, sumergía el valle en un sudor acuoso […] las hojas volvían a gotear un rocío árido en los charcos y en el herbazal, las casas desaparecían engullidas por la bruma” (p. 93). O bien: “El viento de noviembre y los árboles embalsamados en hielo […] no podían presagiar nada bueno” (p. 45). En el discurso del narrador omnisciente se introducen a veces, sin marca alguna, fragmentos de relato en segunda persona, retazos de conversaciones evocadas o imaginadas, perspectivas que rompen la unidad del punto de vista, desdoblan la conciencia y multiplican las voces.

Martínez Oria (Salamanca, 1950) utiliza con maestría los recursos de una prosa narrativa que, aunque parezcan ignorarlo muchos escritores, no puede ser la misma tras los monólogos de Joyce, Faulkner y Rulfo o las informaciones elusivas de Robbe-Grillet. En la línea de obras tan singulares como La fatiga del sol, de Luciano G. Egido, o Espejos de humo, de Moisés Pascual Pozas, Más allá del olvido, con su mostración de un ámbito sobre el que se proyecta la presencia de la muerte -las “sombras” de los fallecidos que parecen señalar a Egriseldo su inexorable destino perecedero-, es un ejemplo de cómo la literatura puede crear un mundo autónomo merced a la intensificación plástica y enriquecedora de cada detalle, desde los elementos seleccionados del paisaje hasta los olores de un lugar, las sensaciones térmicas o la reacción de un sujeto ante una mala noticia: “Le nació un hongo dentro, un ahogo de fuego en el extremo de las venas ramificadas, le corrió veneno por la sangre, hasta el centro del pecho, y le inundó el cerebro de telarañas” (p. 153). Este cuadro sombrío de unas vidas primitivas, marcadas por la pobreza y la soledad, es sin duda el resultado de una meditada elaboración, de una atención rigurosa al habla viva (pp. 207-211) y especialmente al léxico rural -que se despliega por estas páginas con tanta precisión como riqueza, a veces sobrepasada por el puro placer de nombrar (p. 65)-, donde acaso disuenan tan sólo pequeños detalles, como los pocos años de condena de Egriseldo, insuficientes para hallar tan cambiado su lugar de origen, o los recuerdos literarios del personaje -desde la Biblia (p. 129) o Ausonio (p. 135) hasta Juan Ramón Jiménez (pp. 235, 240)-, nacidos de sus lejanas lecturas en el desván.